¿Qué es el Experimento de la Doble Rendija?

El experimento de la Doble Rendija, uno de los más importantes de la historia de la Física, fue ideado en 1801 para demostrar la naturaleza ondulatoria de la luz y, más tarde, mostrarnos la complejidad del mundo cuántico.

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Comprender la naturaleza elemental de la realidad ha sido, es y continuará siendo el objetivo último de la ciencia. A lo largo de nuestra historia, todo aquello que hemos avanzado en cualquier disciplina científica puede sintetizarse en encontrar la respuesta a “qué es la realidad”. Un enigma que inevitablemente mezcla la ciencia con la filosofía y que nos ha llevado a sumergirnos en los rincones más inquietantes de aquello que, para nuestra experiencia humana, es real.

Durante mucho tiempo, vivimos en la tranquilidad y la inocencia de creer que todo aquello que nos conformaba respondía a la lógica y que todo era comprensible y medible desde la sesgada percepción de nuestros sentidos. Simplemente no sabíamos encontrar su definición. Pero la realidad parecía ser algo que podíamos domar.

Pero, como tantas otras veces, llegó la ciencia para, irónicamente, hacernos chocar con la realidad. Cuando viajamos al mundo de las cosas pequeñas e intentamos comprender la naturaleza fundamental de los cuerpos subatómicos, vimos que nos estábamos sumergiendo en un mundo que seguía sus propias reglas. Un mundo que, si bien conformaba el nivel elemental del nuestro, estaba controlado por unas leyes que no seguían ninguna lógica. Un mundo que abrió una nueva era de la física. Un mundo cuya realidad era absolutamente distinta a la nuestra. Un mundo que, por tanto, nos hizo plantearnos si nuestra percepción de lo que nos rodea es real o, simplemente, una ilusión sensorial. El mundo cuántico.

Desde entonces, hace ahora más de cien años, la física cuántica ha progresado enormemente y, si bien todavía existen infinidad de misterios que tal vez nunca lleguemos a desvelar, nos ha permitido comprender qué ocurre en la escala más microscópica del Universo. Una historia que día a día continúa escribiéndose. Pero como toda historia, tiene un principio.

Un origen que se sitúa en el más bello y misterioso experimento de la historia de la ciencia. Un experimento que nos hizo ver que teníamos que reescribirlo todo. Un experimento que nos demostró que las leyes clásicas no funcionaban en el mundo cuántico y que teníamos que crear una teoría radicalmente distinta carente de toda lógica humana. Un experimento que, como dijo Richard Feynman, contiene el corazón mismo y todo el misterio de la física cuántica. Estamos hablando del famoso experimento de la doble rendija. Y como toda gran historia, empieza con una guerra.

Newton y Huygens: la batalla por la naturaleza de la luz

Era el año 1704. Isaac Newton, físico, matemático e inventor inglés, publica uno de los tratados más importantes de su extensa carrera: Opticks. Y en la tercera parte de este libro, el científico plantea su concepción corpuscular de la luz. En un momento donde uno de los grandes misterios de la Física era comprender la naturaleza de la luz, Newton planteó la hipótesis de que la luz era un flujo de partículas.

Newton, en este tratado, desarrolló la teoría corpuscular, defendiendo que lo que nosotros percibimos como luz es un conjunto de corpúsculos, partículas de materia microscópicas que, dependiendo de su tamaño, daban lugar a un color u otro. La teoría de Newton revolucionó el mundo de la óptica, pero esta supuesta naturaleza corpuscular de la luz no podía explicar muchos fenómenos lumínicos tales como la refracción, la difracción o la interferencia.

Algo no funcionaba en la teoría del célebre científico inglés. Y fue así como se rescató una teoría que, unos pocos años antes, a finales del siglo XVII, fue elaborada por un científico de la por aquel entonces República de los Siete Países Bajos. Su nombre era Christiaan Huygens, astrónomo, físico, matemático e inventor neerlandés.

Este científico, uno de los más importantes de su época y miembro de la Royal Society, en 1690, publicó “El tratado de la luz”, un libro en el que explicaba los fenómenos lumínicos suponiendo que la luz era una onda que se propaga por el espacio. Acababa de nacer la teoría ondulatoria de la luz y la guerra entre Newton y Huygens justo empezaba.

Una batalla entre la teoría corpuscular y la teoría ondulatoria. Así, a lo largo del siglo XVIII, el mundo tuvo que decidir entre ambos científicos. La teoría de Newton tenía más lagunas que la de Huygens, que podía explicar más fenómenos lumínicos. Por ello, pese a que la teoría ondulatoria empezaba a ganar terreno, seguíamos sin estar seguros de cuál era la naturaleza de algo tan importante para nuestra existencia como la luz. Necesitábamos un experimento que, nunca mejor dicho, arrojara luz a este dilema.

Y fue así como, tras más de cien años sin poder encontrar la forma de demostrar si la luz eran partículas u ondas, llegó uno de los puntos de inflexión más importantes de la historia de la física. Un científico inglés estaba diseñando un experimento que ni él mismo era consciente de las implicaciones que tendría y que sigue teniendo.

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¿Qué nos demostró el experimento de Young?

Era el año 1801. Thomas Young, científico inglés reconocido por haber ayudado a descifrar los jeroglíficos egipcios a partir de la piedra Rosetta, desarrolla un experimento con el objetivo de poner fin a la guerra entre la teoría de Newton y la de Huygens y de, como él esperaba, demostrar que la luz no era un flujo de partículas, sino ondas que se propagan por el espacio.

Y es aquí cuando entra en juego el experimento de la doble rendija. Young diseñó un estudio en el que, a partir de una fuente de luz constante y monocromática, haría pasar un haz lumínico a través de una pared con dos rendijas hasta llegar a una pantalla que, al estar en una habitación oscurecida, le permitiría ver cómo se comportaba la luz al atravesar esa doble rendija.

Young sabía que solo podían ocurrir dos cosas. Si la luz era, como Newton decía, un flujo de partículas, al pasar a través de las dos rendijas, se observarían dos líneas en la pantalla. Igual que si se lanzaran canicas hacia la pared, aquellas que llegaran a las rendijas pasarían a través de ellas y, de manera recta, impactarían sobre la pantalla.

En cambio, si la luz era, como Huygens decía, ondas que se propagan por el espacio, al pasar a través de los dos rendijas sucedería un fenómeno extraño. Como si de las perturbaciones en el agua se tratara, la luz viajaría de forma ondulatoria hasta la pared y, una vez atravesara ambas rendijas, por el fenómeno de difracción, habría dos nuevas fuentes de ondas que interferirían entre ellas. Las crestas y los valles se cancelarían al tiempo que dos crestas se amplificarían; y, cuando llegaran a la pantalla, observaríamos un patrón de interferencias.

Young había diseñado un experimento que, en su simpleza, era tremendamente bello para los físicos. Y fue así como, en una reunión de la Royal Society, lo puso a prueba. Y cuando encendió esa luz, el mundo de la ciencia estaba a punto de cambiar por completo. Ante el asombro de todo el mundo, pues incluso ahora la lógica nos hace pensar que veríamos dos líneas detrás de las rendijas, en la pantalla se observó el patrón de interferencias.

Newton estaba equivocado. La luz no podían ser partículas. Young acababa de demostrar la teoría ondulatoria de la luz. Acababa de demostrar que lo que Huygens había predicho era cierto. La luz eran ondas viajando por el espacio. El experimento de la doble rendija había servido para demostrar la naturaleza ondulatoria de la luz.

Y posteriormente, a mediados del siglo XIX, James Clerk Maxwell, matemático y científico escocés, formuló la teoría clásica de la radiación electromagnética, descubriendo que la luz es una onda más dentro del espectro electromagnético, donde se incluyen todas las otras radiaciones, terminó de completar la naturaleza ondulatoria de la luz. Parecía que todo funcionaba. Pero, una vez más, el Universo nos demostró que por cada pregunta que respondemos, cientos de nuevas aparecen.

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El dilema cuántico: el regreso al experimento de la doble rendija

Era el año 1900. Max Planck, físico alemán ganador del Premio Nobel, abre la puerta al mundo de la física cuántica al desarrollar su ley sobre la cuantización de la energía. La mecánica cuántica acaba de nacer. Una nueva era de la Física en la que vimos que, al sumergirnos en el mundo más allá del átomo, entrábamos en una región de la realidad que no iba acorde a las leyes clásicas que tan bien explicaban la naturaleza de lo macroscópico.

Teníamos que empezar de cero. Crear un nuevo marco teórico en el que explicar la naturaleza cuántica de las fuerzas que tejen el Universo. Y, evidentemente, nació un gran interés por desvelar la naturaleza cuántica de la luz. La teoría ondulatoria era muy firme, pero llegados a los años 20, muchos experimentos, incluido el efecto fotoeléctrico, estaban demostrando que la luz interaccionaba con la materia en cantidades discretas, en paquetes cuantizados.

Cuando nos sumergíamos en el mundo cuántico, parecía que Newton era quien tenía razón. Parecía que la luz se propagaba por corpúsculos. A estas partículas elementales se les dio el nombre de fotones, unas partículas portadoras de la luz visible y del resto de formas de radiación electromagnética que, sin tener masa, viajaban en el vacío a una velocidad constante. Algo extraño estaba ocurriendo. ¿Por qué la luz parecía propagarse como una onda pero la cuántica nos estaba diciendo que era un flujo de partículas?

Este misterio de la luz, que creíamos comprender desde hacía más de un siglo, obligó a los físicos a regresar a un experimento que, creíamos, estaba totalmente cerrado. Algo extraño estaba sucediendo con la luz. Y solo había un lugar que nos podía dar la respuesta. El experimento de la doble rendija. Teníamos que repetirlo. Pero ahora, a un nivel cuántico. Y fue en ese momento, en los años 20, que los físicos abrirían la caja de Pandora.

Volvimos a hacer el experimento, pero ahora no con luz, sino con partículas individuales. El experimento de la doble rendija llevaba esperando más de cien años, guardando el secreto para abrirnos los ojos ante la complejidad del mundo cuántico. Y había llegado el momento de desvelarlo. Los físicos recrearon el experimento de Young, ahora con una fuente de electrones, una pared con dos rendijas y una pantalla de detección que permitiría ver el lugar del impacto.

Con una sola rendija, estas partículas se comportaban como canicas microscópicas, dejando una línea de detección detrás de la abertura. Era lo que esperábamos ver. Pero cuando abrimos la segunda rendija, empezaron las cosas extrañas. Al bombardear partículas, vimos que no se comportaban como canicas. En la pantalla se recogió un patrón de interferencias. Como las ondas del experimento de Young.

Este resultado dejó helados a los físicos. Era como si cada electrón saliera como una partícula, se convirtiera en una onda, pasara por las dos ranuras e interfiriera consigo mismo hasta golpear la pared, de nuevo, como partícula. Era como si estuviera pasando por una rendija y por ninguna. Como si estuviera pasando por una y por la otra. Todas estas posibilidades estaban superpuestas. No era posible. Algo estaba sucediendo. Los físicos solo esperaban que estuvieran equivocados.

Decidieron mirar por qué ranura pasaba en realidad el electrón. Así que en lugar de hacer el experimento en una cámara oscura, pusieron un dispositivo de medición y lanzaron las partículas de nuevo. Y el resultado, si cabe, les heló aún más la sangre. Los electrones dibujaron un patrón de dos franjas, no de interferencias. Era como si la acción de mirar hubiera cambiado el resultado. Observar qué hacían había hecho que el electrón no pasara por las dos rendijas, sino por una.

Era como si la partícula supiera que la estábamos mirando y hubiera cambiado su comportamiento. Cuando no mirábamos, había ondas. Cuando mirábamos, partículas. Esta experiencia que teníamos sobre cómo un objeto cuántico parece comportarse a veces como onda y a veces como partícula, fue lo que marcó el nacimiento del concepto de la dualidad onda-partícula, uno de los cimientos sobre los que se construyó la mecánica cuántica. Un término que fue usado para comprender este experimento y que fue introducido por Louis-Victor de Broglie, físico francés, en su tesis doctoral de 1924.

De todos modos, los físicos ya sabían que la dualidad onda-partícula era tan solo un parche. Una forma elegante de dar una falsa respuesta a un enigma que, sabían, era mucho más profundo que simplemente decir que las partículas eran, a la vez, ondas y corpúsculos. Nos ayudaba a entender los extraños resultados del experimento de la doble rendija. Pero eran conscientes de que el enigma del experimento seguía sin encontrar respuesta. Por suerte, llegaría alguien que arrojó luz a este dilema cuántico.

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La función de onda de Schrödinger: ¿la respuesta al misterio del experimento?

Era el año 1925. Erwin Schrödinger, físico austriaco, desarrolla la famosa ecuación de Schrödinger, que describe la evolución temporal de una partícula subatómica no relativista y de naturaleza ondulatoria. Esta ecuación nos permitió describir la función de onda de las partículas para así predecir su comportamiento.

Con ella, vimos que la mecánica cuántica no era determinista, sino que se basaba en probabilidades. Un electrón no era una esfera determinada. A no ser que lo observemos, se encuentra en un estado de superposición, en una mezcla de todas las posibilidades. Un electrón no está en ningún sitio concreto. Está al mismo tiempo en todos los lugares donde, de acuerdo a su función de onda, puede estar, con mayor probabilidad de estar en unos sitios u otros.

Y esta ecuación de Schrödinger fue la clave para comprender qué estaba sucediendo en el experimento de la doble rendija. Estábamos partiendo de un concepto erróneo. No teníamos que imaginar una onda física. Teníamos que imaginar una onda de probabilidades. La función de onda no tenía una naturaleza física, sino matemática. No tiene sentido preguntarnos dónde está el electrón. Solo puedes preguntarte “si miro el electrón, cuál es la probabilidad de encontrarlo donde estoy mirando”.

En la superposición de estados, las distintas realidades interactúan entre ellas, algo que aumenta la probabilidad de que algunos caminos se hagan reales y reduce la probabilidad de otros. La función de onda describía una especie de campo que llenaba el espacio y que tenía un valor concreto en cada punto. La ecuación de Schrödinger nos decía cómo se iba a comportar la función de onda dependiendo del lugar en el que se encontrara, pues el cuadrado de la función de onda nos indicaba qué probabilidad teníamos de encontrar la partícula en un punto concreto.

Con el experimento de la doble rendija, al atravesar las ranuras, estamos soltando ambas funciones de onda a la vez, haciendo que estas se solapen. La superposición hará que haya zonas en las que las funciones de onda oscilen a la vez y que haya otras donde una oscilación está retrasada respecto a la otra. Así, respectivamente, unas se amplificarán y otras se cancelarán, cosa que repercutirá en las probabilidades de la función de onda resultante.

Las zonas amplificadas tendrán una probabilidad muy alta de tener manifestaciones puntuales, mientras que las canceladas tendrán probabilidades muy bajas. Era esto lo que estaba generando el patrón. Pero no por cómo viajaban físicamente las ondas, sino por las probabilidades. Cuando el electrón, en ese estado de superposición, llega a la pantalla, sucede un fenómeno que nos hace verlo. La función de onda colapsa.

Y de todas las posibilidades, la partícula, entre comillas, elige una en la que estar por encima de las demás. Muchos de los caminos que han llevado a que el patrón de interferencias sea como lo vemos no han llegado a ser reales, pero sí han influenciado, todos, en la realidad. Por eso veíamos que la partícula viajaba como una onda pero, en la pantalla, se manifestaba como un corpúsculo. Con esto, estábamos comprendiendo la verdadera naturaleza de aquello que habíamos definido como la dualidad onda-partícula.

Pero el experimento de la doble rendija seguía escondiendo un gran enigma. ¿Por qué, al observar por qué ranura pasaba el electrón, cambiábamos el resultado? ¿Por qué el mero hecho de mirar qué sucedía hacía que no viéramos el patrón de interferencias? Schrödinger, con su ecuación, también nos estaba dando la respuesta. Y esto es lo que realmente nos hizo replantearnos la propia naturaleza de la realidad.

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¿Por qué observar influye en el resultado del experimento?

Nuestra experiencia humana nos lleva a creer que el Universo no cambia cuando lo observamos. Para nosotros, observar es una actividad pasiva. No importa que estemos mirando algo o no. La realidad es como es independientemente de si es observada o no. Pero el experimento de la doble rendija nos demostró que estábamos equivocados.

Observar es una actividad activa. Y en el mundo de la cuántica es donde podemos darnos cuenta de que observar la realidad cambia su comportamiento. Porque mirar implica que la luz entre en juego. Y la luz, como hemos visto, viene en fragmentos. Los fotones. Cuando observamos cómo los electrones pasan por la rendija, hay que arrojar luz sobre ellos.

Al hacerlo, los fotones hacen que los electrones se comporten de forma distinta, como corpúsculos y no como una onda, desapareciendo así el patrón de interferencias. Cuando no miramos, están en un estado de superposición. Un mismo electrón puede pasar por dos ranuras distintas a la vez. Pero cuando miramos, lo que estamos haciendo es provocar un colapso de la función de onda.

Cuando la función de onda se libera y el detector interactúa con ella, la observación hace colapsar la función de onda, que vale 0 en todos los lugares excepto en el punto donde hemos detectado el electrón, donde la probabilidad es del 100%. Porque lo hemos visto. Termina ese estado de superposición y, después de este colapso, sigue propagándose como una onda, pero con nuevas probabilidades para el siguiente colapso en la pantalla y sin la interferencia de la onda procedente de la otra rendija. Medir ha hecho que una de las funciones de onda desaparezca y que solo quede una. Por eso, al mirar, no observamos el patrón de interferencia.

De repente, una ciencia como la física estaba comenzando a cuestionar el paradigma de la objetividad. Y es que, ¿podemos conocer la realidad sin interferir en ella y sin que esta interfiera en nosotros? El experimento de la doble rendija no arrojó, como queríamos, respuestas. Pero nos dio algo mucho más enriquecedor. Nos abrió los ojos al corazón de la mecánica cuántica. Abrió la puerta a una nueva era de la física en la que apenas hemos dado nuestros primeros pasos. Nos hizo cuestionarnos la naturaleza elemental de la realidad y nuestro papel, como observadores, en la materialización de la misma. Y perdurará para siempre como uno de los experimentos más bellos y confusos de la historia de la ciencia. El Universo, a través de dos rendijas.

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