Albert Einstein: biografía y relevancia de la Relatividad General

Albert Einstein fue un físico alemán de origen judío que revolucionó para siempre la historia de la Física y nuestra forma de entender el Universo. Un repaso de su apasionante vida y del desarrollo de la Teoría de la Relatividad General.

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En 1687, Isaac Newton publica una de las obras más importantes de la historia de la ciencia: “Principios matemáticos de la filosofía natural”. En esta colección de tres libros, Newton formuló algunas de las leyes más reveladoras de todos los tiempos, incluida su famosa ley de la gravitación universal. El mundo, por fin, oyó hablar de la gravedad.

Concebida como una fuerza intrínseca a los cuerpos con masa, la gravedad moldeaba el Universo y determinaba su evolución. Las fórmulas de Newton eran tan precisas que su concepción de la atracción gravitatoria se convirtió casi en un dogma dentro de la comunidad científica. Los cimientos de la física clásica parecían ser sólidos.

Durante más de 200 años, fundamentamos todo el progreso físico y astronómico en las bases que habíamos heredado de Newton. Hasta que llegó un hombre que hizo tambalear los cimientos de la física clásica y revolucionó nuestra comprensión de la realidad. Su nombre era Albert Einstein.

Biografía de Albert Einstein (1879 - 1955)

Albert Einstein fue un físico teórico alemán de origen judío que dedicó su vida al estudio de las leyes que rigen el comportamiento del Universo. Es considerado el científico más importante del siglo XX, pues sus estudios nos hicieron cambiar por completo nuestra concepción del Cosmos. Y a continuación vamos a rendir el homenaje que merece a través de su biografía.

Primeros años

Albert Einstein nació en Ulm, en el Reino de Württemberg en el Imperio Alemán, el 14 de marzo de 1879 en el seno de una familia judía. En 1880, la familia de se mudó a Munich. Son muchos los momentos que han cambiado el curso de la historia y que nos hacen entender de dónde venimos y hacia dónde vamos. Pero en el mundo de la ciencia, hay uno que destaca por encima de todos. Un instante fundamentado en algo tan trivial como el regalo de un padre a su hijo.

En una casa de Munich, un niño recibió como regalo por su quinto cumpleaños una brújula. Un regalo que para cualquier niño hubiera sido un objeto más en su colección de juguetes. Pero no fue así con aquel niño. Porque años después, afirmaría que aquella experiencia cambió su vida. El nombre de aquel niño de cinco años era Albert Einstein, quien, con aquella brújula entre sus manos, empezaría a sumergirse en las profundidades del espacio y del tiempo.

El pequeño Albert se obsesionó con aquella brújula. Fascinado con el hecho de que pasara lo que pasara, la aguja siempre apuntaba en la misma dirección, nació en él una pregunta que más adelante en su vida lo iba a llevar a romper con los cimientos de la física: ¿cómo es posible que las cosas se muevan sin ser tocadas?

Esa pregunta fue solo la primera de todas las que aquel niño, maravillado por todos los fenómenos que ocurrían a su alrededor, iba a formularse. E inspirado por su libro favorito del escritor alemán Aaron David Bernstein, desarrolló una forma de pensar e imaginar el mundo físico que lo llevaría a desentrañar los misterios de la realidad. Einstein, ya desde pequeño, se sumergía en sus experimentos mentales donde trataba de entender las fuerzas de la naturaleza.

Y siendo un adolescente, se topó con uno que le hacía preguntarse qué ocurriría si intentara alcanzar un rayo de luz. Era incapaz de vislumbrar cómo sería el mundo si se desplazara a la velocidad de la luz. Esa duda se quedó en su interior y lo estuvo obsesionando toda su juventud. El joven Einstein quería convertirse en uno de los grandes físicos de la historia, pero ante él tenía la oposición de su padre, que lo forzó a seguir sus pasos y ser ingeniero, y su propia obsesión por la física y las matemáticas, que lo llevaron a no tener un nivel suficiente en otras materias.

Y cuando llegó el año 1895 y el momento de realizar los exámenes de ingreso a la escuela politécnica federal suiza en Zürich, donde Einstein sabía que tendría la oportunidad de cumplir su sueño, no logró alcanzar el nivel requerido pese a las brillantes calificaciones en física y matemáticas. Pero el director de la universidad, viendo en él a alguien excepcional, le recomendó que asistiera a otra escuela suiza para terminar de formarse y que volviera a probar suerte al año siguiente.

El joven Einstein siguió su consejo y en 1896 aprobó el examen de ingreso, consiguiendo la entrada en la universidad que, sabía, le abriría las puertas de la eternidad en el mundo de la física. Desde el primer momento destaca, pero en muchas ocasiones, no de forma positiva. Muchos profesores lo veían como alguien arrogante que ponía en duda a las grandes figuras de la ciencia, al tiempo que percibían como, según ellos, perdía el tiempo con su romance con Mileva Marić, la matemática serbia que se convertiría en la primera esposa de Einstein y en una injustamente olvidada figura clave en los éxitos del físico.

La animadversión de parte del profesorado hizo que el joven Albert no consiguiera la plaza como profesor que tanto ansiaba. Y con el nacimiento de su primer hijo con Mileva, la necesidad de traer comida a casa pasó por encima de todo. Y con 23 años, tuvo que empezar a trabajar en la oficina de patentes de Suiza, viendo cómo sus sueños parecían difuminarse entre los interminables documentos y las frías paredes de aquella oficina.

Por aquella época, las zonas horarias acababan de ser introducidas en Europa Central, así que sincronizar los relojes entre los distintos países fue una de las mayores necesidades de la sociedad. Y como Suiza ya era una de las líderes mundiales en este tipo de tecnología, por las manos de Einstein pasaron cientos de patentes que proponían formas de lograr sincronizaciones perfectas. Y fue así cómo, lejos de suponer el fin de su carrera en la física, Einstein se topó con el concepto que iba a definir su éxito: el tiempo.

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La oficina de patentes, el tiempo y la relatividad especial

En el año 1905, el mundo de la física estaba dominado por dos concepciones, una que emergía de las ideas de Isaac Newton y otra que se fundamentaba en los principios de James Clerk Maxwell. La física clásica fundada hacía más de 200 años por Isaac Newton se basaba en la idea de que todo lo que había en el Universo era simplemente materia moviéndose, con una fuerza que mediaba estos movimientos bautizada como gravedad. El Cosmos podía reducirse a materia interaccionando entre ella por la atracción gravitatoria.

Y el puzzle pareció ser completado en 1865 por el físico escocés James Clerk Maxwell, que formuló la teoría clásica de la radiación electromagnética, unificando por primera vez la electricidad y estableciendo que el magnetismo y la luz eran distintas manifestaciones de un mismo fenómeno. Con Newton y Maxwell parecíamos tener una concepción completa de las fuerzas de la naturaleza. Parecía que no había errores. Hasta que ese joven Einstein los sacó a la luz.

Einstein recuperó ese experimento mental de su infancia y se preguntó por qué, si la teoría de Maxwell definía la luz como una onda que se propaga por el espacio a una velocidad fija, podía detenerla con la mano. Si la luz era una onda, por qué no viajaba mejor por la materia como sí lo hace el sonido. Tradicionalmente, se había postulado que la luz viajaba a través de un supuesto medio invisible llamado éter, pues la teoría de las ondas no permitía que viajara por el vacío.

Pero de todas formas, en las leyes de Newton, la velocidad de la luz no era fija. Había una contradicción entre Newton y Maxwell. No encajaban juntas. Y Einstein sabía que no era posible que dos teorías físicas se contradijeran. Era la señal de que había algo que fallaba y que tenía que arreglarse. Durante meses y en sus tiempos libres en la oficina de patentes, se sumergió en ese problema.

Pero cuando buscaba ayuda en otros científicos, nadie lo apoyaba. Estaba intentando tumbar los cimientos de lo que prácticamente era un dogma. Estaba intentando refutar las leyes de Newton. Ni siquiera él se veía capaz de resolver esa incógnita, hasta que se dio cuenta de que entre esas patentes se escondía la respuesta. Había estado enfocando mal el problema.

Quizás el problema no estaba en la velocidad de la luz en sí, sino en otro elemento clave en ella. El tiempo. Se dio cuenta de que cualquier afirmación que hacíamos sobre el tiempo se fundamentaba en lo que nosotros percibíamos como una simultaneidad. Cuando decíamos que un tren llegaba a las ocho, esto simplemente significaba que llegaba al andén con el reloj simultáneamente marcando las ocho. Ese concepto de la simultaneidad lo empezó a obsesionar y un día, jugando con el tren de su hijo llegó a su mente una idea que lo cambió todo: “¿y si el tiempo no se movía siempre a la misma velocidad?”. Esa espeluznante cuestión lo llevó a volver a su infancia y sumergirse en un experimento mental.

Imaginó a un hombre de pie en un andén. De repente, dos rayos caen a su lado. Él, justo en medio y sin moverse, los ve a la vez. La luz de cada uno de ellos llega a sus ojos al mismo tiempo. Para él, ambos rayos son simultáneos. Pero qué pasaría si hubiera un espectador de este fenómeno en un tren que viaja casi a la velocidad de la luz. En esta ocasión, cuando los rayos impactaran y la luz se propagara, el tren se estaría acercando a uno y alejándose de otro. La luz de uno llegaría a sus ojos antes que la del otro. Para el espectador en el tren, ha habido un tiempo entre rayos. Para el hombre en el andén, han sidos simultáneos. Un mismo fenómeno. Los dos mismos rayos. Dos realidades distintas.

Este pensamiento heló la sangre de Einstein. Acababa de darse cuenta de que el flujo y la percepción del tiempo dependían de cómo se mueve el espectador. La simultaneidad no era más que una ilusión humana y el tiempo absoluto no existía. Con un simple experimento mental, acababa de refutar a Newton. Con esa idea, estaba derrumbando los cimientos de la física clásica y poniendo la semilla para una nueva era. Esa concepción de que el tiempo y el espacio eran relativos fue bautizado como relatividad especial.

Einstein estaba cambiando el paradigma del Universo. Cuanto más deprisa nos movemos en el espacio, más despacio nos movemos en el tiempo. El tiempo era algo relativo. Esta relatividad especial llevó a Einstein a lograr enormes avances, incluida la famosa ecuación que relaciona la energía y la masa. Una ecuación que señalaba que la más ínfima porción de masa esconde potencialmente una enorme cantidad de energía cuya liberación requiere de una reacción nuclear.

Ese año 1905, y siguiendo con su voluntad de conseguir una teoría que encapsulara toda la belleza y poder del Universo en la más simple y elegante fórmula matemática, Einstein publica su primer artículo sobre la relatividad especial. Pero casi todo el mundo lo ignoró. En una época de gran conservacionismo científico, nadie quiso escuchar las que parecían fantasías de un chico de 26 años. Pero Einstein no se rindió. Sabía que estaba dando con el secreto mejor guardado del Universo. Y no estaba dispuesto a renunciar a su sueño.

Él sabía que su teoría estaba incompleta. La relatividad especial solo funcionaba para movimientos a velocidad constante. Einstein no estaba teniendo en cuenta ni la aceleración ni la gravedad. En la teoría de Newton, la gravedad era una fuerza que actuaba instantáneamente. Pero la relatividad especial nos decía que esto era imposible, pues nada puede viajar más deprisa que luz. Y no fue hasta que tuvo el que él considera como el pensamiento más feliz de su vida, que entendió la verdadera naturaleza de la gravedad.

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El misterio de la gravedad

Era el año 1907. Einstein vive obsesionado con hacer encajar la gravedad en su teoría de la relatividad, sabiendo que es la última pieza que falta para demostrar al mundo que es el momento de cambiar la concepción del Universo. Y en el momento menos esperado, tomando un ascensor, llega a él el pensamiento más feliz de toda su vida. Si la gravedad y la aceleración se sentían iguales, tal vez es porque todo este tiempo habían sido lo mismo.

Extendiendo sus ideas sobre la relatividad a un universo donde la gravedad y la aceleración eran equivalentes, las matemáticas por fin funcionaban. Estaba empezando a poder describir cómo los objetos se movían en el espacio y en el tiempo, rechazando esa arcaica idea del éter como medio invisible habitado por los cuerpos del Cosmos e introduciendo un extraño pero potente concepto conocido como “espacio-tiempo”.

Nuestra concepción del Universo se basa en una realidad tridimensional donde creemos que para encontrar algo, basta con conocer sus coordenadas en el espacio. Pero si la relatividad nos estaba diciendo que el tiempo era algo relativo, significaba que había libertad para fluir por él. No podemos encontrar algo si no sabemos también en qué punto del tiempo se encuentra. Einstein determinó que no bastaba con conocer las coordenadas espaciales, necesitabamos también la temporal. El Universo era una realidad tetradimensional, con cuatro dimensiones.

Einstein imaginó tomar un rollo de película, cortar cada fotograma y ponerlos uno encima de otro hasta tener una columna en la que, a medida que subes, avanzas en el tiempo. Uniéndolas todas en un bloque, tenemos el espacio-tiempo. Es como mirar una película no fotograma a fotograma, sino ver toda la cinta al mismo tiempo. Ese era el verdadero Universo que nos conforma y nos rodea.

Einstein se veía más cerca que nunca de completar su teoría. Y fue tras meses de trabajo que la definitiva idea llegó a su mente. Esa que le permitió congeniar, de una vez por todas, la gravedad con su modelo. La geometría del espacio-tiempo podía ser distorsionada por los objetos con masa. Y esa distorsión en el continuo tejido espacio temporal es que lo que percibimos como gravedad.

Lo que creíamos que era una fuerza, era solo una alteración en la arquitectura del espacio-tiempo. Einstein acababa de demostrar que teníamos que cambiar nuestra concepción de la realidad. Y para el año 1912, Einstein, viendo en Zurich con su mujer Mileva y sus dos hijos, es ya una de las figuras científicas más renombradas en Europa. Tiene todo lo que necesita para formular su teoría final, aquella que le permita crear una nueva era en la física.

Pero las cosas no iban a ser tan sencillas. Malinterpretando sus propias ecuaciones, no deja de toparse con callejones sin salida. Y aunque con 36 años tiene una de las posiciones más prestigiosas en la comunidad física, siente que está viviendo una de sus épocas más oscuras. La Primera Guerra Mundial ha estallado y parece que está haciendo derrumbar la sociedad, está solo en Berlín y su matrimonio con Mileva está en horas bajas, al tiempo que empieza un romance en secreto con Elsa Einstein, su prima hermana que se convertiría, después de divorciarse de Mileva, en su segunda esposa.

En 1915, Einstein se había comprometido en presentar su teoría final en la Academia Prusiana ante los más grandes físicos y matemáticos del panorama actual. Pero por más que lo intentara, era incapaz de demostrar que aquellas fantasías matemáticas fueran una realidad. Hasta que en el último momento, llegó otra de aquellas inspiraciones que solo un genio podría tener.

La órbita de Mercurio tenía una anomalía que la ley de la gravitación universal de Newton no podía explicar, pues el planeta se desviaba levemente cada vez que orbitaba alrededor del Sol. Einstein calculó la órbita con sus nuevas ecuaciones y las respuestas coincidían con lo que observaban los astrónomos. Acababa de encontrar las ecuaciones finales para su teoría. Ya no era jugar con las matemáticas. Era como funcionaba el mundo y el Universo.

Y fue así como el 25 de noviembre de 1915, ante los miembros de la academia Prusiana y con una ovación sin precedentes, Albert Einstein presentó la teoría de la Relatividad General. Una teoría del campo gravitatorio que explica el origen de la gravedad como una curvatura del espacio-tiempo y que puede condensarse en una ecuación muy simple. Una fórmula que conecta el mundo matemático con el físico. La materia dice al espacio-tiempo que se curve y el espacio-tiempo dice a la materia que se mueva. Una fórmula que, en su elegancia, escondía la nueva concepción del Universo.

Pero cuando Einstein presentó su teoría, poca gente la entendió. Estábamos pasando de algo tan sencillo como la ley de la gravitación universal de Newton a imaginar un espacio-tiempo de cuatro dimensiones que se deforma y donde el tiempo es relativo. Tenía que encontrar una forma de demostrar al mundo y a aquellos que continuaban criticando su teoría que los contraintuitivos fundamentos de la relatividad general eran reales. Y es aquí cuando Einstein regresa a aquella pregunta que tuvo de pequeño. Es aquí cuando la luz entra de nuevo en escena.

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El eclipse y la instauración de la Relatividad General

Era el año 1916. Einstein vuelve a sumirse en una obsesión. Esta vez por encontrar una forma de demostrar que sus ecuaciones relativistas describen el Universo en su plenitud, no solo en el mundo matemático. Y fue entonces cuando tuvo una de sus revelaciones. En una bombilla de su apartamento estaba viendo la pieza que necesitaba. La luz era la respuesta. Todo ese tiempo lo había tenido delante. Pero había sido incapaz de verlo.

Si la luz viajaba por el espacio en partículas individuales como fotones, estos debían verse afectados por la curvatura del espacio-tiempo. Ahí, en su cuarto y con esa visión, supo que si conseguía demostrar la curvatura de la luz en el espacio, nadie iba a poder refutar su teoría de la relatividad general. Estaba a un experimento de cambiar el paradigma de la ciencia.

Así, comunicó a miembros de la academia que la única forma de demostrar que el espacio-tiempo se deforma como una tela cerca de los objetos con masa era a través de un eclipse solar, porque si se bloquea la luz del Sol, las estrellas de detrás se ven con más claridad. Einstein quería fotografiar la posición de las estrellas durante el día y comparar los resultados con la noche, a la espera de demostrar que la gravedad del Sol curva la luz de las estrellas que hay detrás.

Tuvo que esperar un tiempo, pero finalmente, el 29 mayo de 1919, el astrónomo inglés Arthur Eddington viajó a la Isla de Príncipe, en África, para tomar imágenes del eclipse solar que tuvo lugar ese día. Durante esos pocos minutos, el destino de la ciencia se estaba decidiendo. Y en cuanto reveló las imágenes del eclipse y midió la posición de las estrellas comparándolas con el lugar donde deberían estar, no pudo creer lo que estaba viendo. La luz se había curvado. Todo lo que durante años había perseguido Einstein se estaba plasmando y confirmando en una imagen.

La revolución de la Relatividad General había empezado. El experimento de Eddington ocupó los titulares de los periódicos de todo el mundo, catapultando a Albert Einstein a la fama no solo por darnos esa nueva forma de entender el Universo, sino por todo lo que significaba, en el contexto del final de la Primera Guerra Mundial, que las predicciones de un científico alemán hubieran sido demostradas por un astrónomo británico. Era una metáfora de cómo la voluntad de comprender la naturaleza puede unirnos. Einstein se había convertido, de repente, en una celebridad y en el icono del genio que aún reconocemos a día de hoy.

Parecía que toda la historia estaba llegando a un final feliz. Pero irónicamente, cuando Einstein se dio cuenta de que todo estaba cerca de torcerse fue cuando recibió el Premio Nobel en 1921. Porque para sorpresa de todo el mundo, no se lo concedieron por la relatividad general, sino por sus explicaciones sobre el efecto fotoeléctrico. Las ideas de Einstein seguían siendo controvertidas, muchos intelectuales se negaban a aceptarla e incluso se convirtieron en una amenaza para una sombra que empezaba a expandirse por Europa.

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La física aria y el exilio de Einstein

Era el año 1930. Las elecciones federales de Alemania han prendido la mecha que cambiaría el curso de la historia en todo el mundo. Y es que el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, más conocido como partido nazi, tuvo un dramático ascenso, convirtiéndose en la segunda fuerza política del país. Adolf Hitler estaba en camino de convertir a Alemania en una dictadura y de desencadenar el Holocausto, el genocidio perpetrado durante la Segunda Guerra Mundial.

En medio de este desolador panorama político, Albert Einstein, que era de origen judío y una de las figuras públicas más importantes de Alemania, se estaba a empezando a convertir en uno de los objetivos del partido nazi. Pero atacaron no solo a la persona, sino a su propia creación. La propia teoría de la relatividad general era una amenaza para el fascismo.

Un grupo de científicos alemanes que habían incluso trabajado junto a Einstein, fundaron lo que se conoció como la Física Aria, un movimiento nacionalista de la comunidad física alemana liderado por el físico húngaro Philipp Lenard. Este y el resto de seguidores de nazis se opusieron al trabajo de Einstein y a la física teórica moderna, calificándola despectivamente como una física judía que debía ser erradicada.

Lenard, con el apoyo del propio Hitler, quiso borrar todo el legado de Einstein y lograr que las próximas generaciones de físicos siguieran estudiando una física que promoviera los ideales nacionalistas. Y por mucho que Einstein intentara aferrarse a aquello en lo que creía, viendo cómo sus obras eran quemadas y sabiendo que en ese país que había caído en las garras del fascismo solo encontraría la muerte, decidió exiliarse. Antes que renunciar a sus ideales, renunció a su tierra.

Era el año 1933. Albert y su mujer Elsa emigran a Estados Unidos, donde es recibido como una celebridad y reconocido ya como una de las grandes mentes de la historia de la física. El físico había aceptado una oferta como profesor en el Instituto de Estudios Avanzados, en Princeton, Nueva Jersey. Y sería en esta localidad que pasaría sus últimos años de vida. Unos últimos años donde vería como su teoría empezaba a estar a la sombra del nuevo gran campo de la física, la mecánica cuántica.

Einstein sabía que la física cuántica era incompatible con su teoría, por lo que dedicó todas sus fuerzas a llevar sus ecuaciones al límite y desarrollar un nuevo marco teórico que permitiera unificar el mundo macroscópico con aquel extraño universo que se ocultaba más allá del átomo. Su teoría del campo unificado fue su última gran ambición, pero nunca llegó a completarla.

En parte, porque vivía atormentado, pese a todo el éxito y el reconocimiento mundial, al saber que sus ecuaciones habían sido usadas para la creación de la bomba atómica. Nunca fue capaz de quitarse ese peso de sus espaldas. Pero a pesar de esa melancolía y de sentir que no había logrado su sueño de desentrañar la naturaleza elemental del Universo, Einstein trabajó hasta el último de sus días.

El 18 de abril de 1955, Einstein murió a causa de una hemorragia interna. El físico alemán nos dejó a los 76 años y el mundo entero lloró la muerte de aquella persona que había puesto los cimientos de una nueva era no solo de la física, sino del mundo. Porque aunque era vista como una teoría con poca esperanza de descubrimientos futuros, la relatividad general nos llevó hasta lugares que ni siquiera éramos capaces de imaginar.

Desde hace más de cien años, la teoría de Einstein ha demostrado ser cierta una y otra vez. Sabemos que el tiempo puede dilatarse o contraerse en función de la gravedad a la que está sometida un cuerpo y la velocidad a la que se desplaza. Cuanto menor sea la gravedad que experimentamos, más deprisa avanzará el tiempo en comparación con otros cuerpos que experimenten mayor gravedad. Y cuanto mayor sea la velocidad a la que te desplaces, más lento irá tu tiempo. La curvatura del espacio-tiempo y la relatividad del tiempo ha sido probada y, de hecho, el funcionamiento de todo el sistema de GPS se fundamenta en la teoría de la relatividad general.

Si no tuviéramos en cuenta el efecto de la distorsión temporal, cada día tendría un desajuste de más de nueve kilómetros. Los ingenieros tuvieron que ajustar los dispositivos a la diferencia temporal entre los relojes en los satélites espaciales y los receptores en la superficie terrestre. Y del mismo modo, la relatividad general nos estaba demostrando que, con una tecnología suficientemente avanzada, los viajes en el tiempo no eran ninguna fantasía, nos estaba dando las claves matemáticas para comprender la expansión del Universo, puso la semilla para la búsqueda de las ondas gravitacionales e hizo una predicción que nos llevó al descubrimiento de los más aterradores monstruos del Universo.

El espacio-tiempo podía colapsar en un punto de infinita densidad donde este continuo tejido sería curvado hasta el extremo, generando una atracción gravitatoria de la que nada, ni siquiera la luz, podría escapar. La relatividad estaba prediciendo la existencia de los agujeros negros, unos colosales cuerpos celestes que no estarían formados por materia, sino por puro espacio-tiempo colapsado en una singularidad en su corazón donde las leyes físicas se rompen. Einstein sabía que su teoría predecía estos agujeros negros, pero le parecía difícil de creer que pudieran existir en la naturaleza.

Pero en los años 70, los descubrimos. No eran una curiosidad matemática. Los agujeros negros existían y eran monstruos que devoraban la materia y la hacían desaparecer para siempre en sus entrañas, habiendo sido y siendo clave para la evolución del Universo. Un Universo que es un lugar menos desconocido gracias a aquel niño que soñaba con descifrar sus misterios con una brújula entre sus manos. Porque el legado de Einstein va mucho más allá de las ecuaciones. Con él, cambió todo. Nuestra forma de ver el espacio y de entender el tiempo. Porque fue en la mente de Einstein que el Universo intentó comprenderse a sí mismo.

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