La Clonación de la Oveja Dolly: historia y aportaciones a la ciencia

En 1996 nació la oveja Dolly, el primer mamífero clonado a partir de una célula adulta. Este suceso abrió la puerta a debates alrededor de la posibilidad de clonar humanos. Veamos la historia detrás del descubrimiento.

Clonación oveja Dolly

En noviembre de 1971, se estrenó en los cines de Estados Unidos la película de “La resurrección de Zacarías Wheeler”. Una cinta de bajo presupuesto que narra la historia de cómo un periodista, investigando la desaparición del hospital del senador Clayton Zachary Wheeler, descubre unas instalaciones secretas en las que el gobierno está desarrollando un plan para proteger a las figuras más importantes del país.

Los científicos de la instalación han descubierto una forma de crear copias idénticas de los seres humanos, llamados somas. Unos gemelos que son creados a partir del material genético de personas importantes que viven únicamente para, en caso de que su ente original necesite un trasplante, cosechar órganos y tejidos.

Este thriller ha pasado a la historia no por su calidad cinematográfica, sino por ser la primera película que abordaba uno de los temas más controvertidos y que más ha abierto la puerta al lado oscuro de la ciencia. Fue la primera vez que un film hablaba acerca de la clonación humana. Porque como siempre, el cine estaba respondiendo a las inquietudes de la sociedad.

La inquietud sobre la clonación a mediados del siglo XX

Y en el contexto de la segunda mitad del siglo XX y tras cerca de cien años desde que empezáramos el viaje para descifrar la estructura del código de la vida, habíamos alcanzado un punto en el que el ADN, la secuencia de genes de todo ser vivo que define su naturaleza, había dejado de ser un gran secreto oculto en los rincones más profundos y microscópicos de las células para convertirse no solo en un elemento que conocíamos a la perfección, sino algo que podíamos dominar.

Con el conocimiento acerca del ADN, la humanidad estaba lo más cerca que se había encontrado jamás de jugar a ser Dios y, por primera vez, sentirse como tal. La ciencia había progresado tanto que surgió el sueño y, a la vez, la pesadilla de ser capaces de manipular los genes de la vida para influir en el desarrollo de la misma. Y fue en ese momento en el que llegó la inevitable pregunta, que nos llevaría a los confines más oscuros de la ciencia, de si esta manipulación del ADN podría permitir que generáramos copias de nosotros mismos.

De repente, la idea de la clonación se convirtió en todo un fenómeno mediático. Miles de teorías surgieron al tiempo que nació, en la sociedad, un profundo temor acerca de si clonar a seres humanos podría llevarnos a romper los cimientos de la civilización y de si la naturaleza nos iba a castigar en estas ansias de jugar al juego de ser Dios.

Esto es lo que llevó al estreno de la película que marcaría el inicio de una nueva era en la ciencia ficción. Pero como tantas otras veces, nos dimos cuenta de que la realidad supera a cualquier ficción. La clonación no es ninguna fantasía. Es, para bien y para mal, una consecuencia inevitable de nuestro progreso científico. Y como bien sabemos, todo empezó con una oveja. Una oveja que simboliza uno de los descubrimientos más importantes de la historia de la ciencia pero que también esconde un oscuro legado que nos ha llevado a cuestionarnos las bases de la ética y la moral humana.

Con la famosa oveja Dolly, la clonación dejó de ser considerada ficción y pasó a convertirse en pura ciencia. Y desde entonces, el interés por las aplicaciones de esta clonación, especialmente en el mundo de la Medicina humana, ha crecido muchísimo y, sobre todo, ha abierto la puerta a muchos debates acerca de hasta dónde nos puede llevar esto. Y como cualquier historia, tiene un principio.

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El Instituto Roslin y los bloques de la vida

Nuestra historia empieza en Roslin, un pequeño pueblo escocés al sur de la capital Edimburgo. En él, en el año 1917 se fundó el Roslin Institute, un centro que, estando asociado a la Universidad de Edimburgo, iba a centrarse en el novedoso campo de la genética animal. Aun así, casi nadie fuera del Reino Unido conocía este laboratorio, que con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, fue financiado por el gobierno para que, como centro de investigación, los científicos desarrollaran métodos para incrementar la productividad agrícola en un momento de conflicto bélico en el mundo.

Durante años, el Instituto Roslin recibió fondos para que se centraran en estos fines, pero en el año 1979, Margaret Thatcher, política británica, se convirtió en primera ministra del Reino Unido e inició una serie de iniciativas políticas y económicas para revertir lo que percibía como un peligroso declive nacional.

Así, en la era Thatcher, con una potente filosofía de privatización de las empresas públicas, el instituto dejó de ser financiado por el gobierno y tuvo que empezar a cubrir todos los gastos de sus investigaciones, ahora ya como una institución plenamente privada. Ya en 1981, muchos centros de investigación similares, incapaces de ser solventes económicamente, tuvieron que cerrar.

Ante esta situación, el gobierno envió a inspectores a los laboratorios del país para valorar de qué forma estaban contribuyendo al crecimiento del Producto Interior Bruto. Y cuando fue el turno del Instituto Roslin, el por aquel entonces director Grahama Bulfield, genetista inglés, consiguió que el inspector les diera más tiempo.

El director prometió que Roslin se convertiría en uno de los centros de investigación punteros de la nación, pues iban a sumergirse en el que sería el campo más prolífico y lucrativo de la historia de la ciencia. Roslin iba a dejar de ser un laboratorio centrado en la producción agrícola y pasaría a convertirse en un referente de la ingeniería genética.

La ingeniería genética es el campo que se centra en la manipulación directa del ADN de un organismo para modificar sus genes. A través de técnicas de edición genética se pueden eliminar o duplicar genes e incluso insertar material genético de un organismo a otro, transfiriendo su ADN. La disciplina era muy nueva, pero era obvio que en la capacidad de manipular los genes de los seres vivos estaba nuestro gran salto tecnológico.

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El amanecer de la ingeniería genética

La ingeniería genética había empezado su expansión con el descubrimiento de la doble hélice del ADN a principios de los años 50 y, con este y otros avances, los científicos ya no solo es que fueran capaces de leer el código de la vida, sino que podían alterarlo. Éramos ya capaces de manipular los genes, los bloques de la vida.

Y en la década de los 80, llegó uno de los momentos que lo cambió todo. Los científicos tomaron el gen que codificaba para la hormona del crecimiento de las ratas e introdujeron este segmento de ADN en el núcleo de un óvulo de hembra de ratón. El resultado fueron ratones gigantes, que, por la inserción de ese gen procedente de las ratas, alcanzaban unos tamaños mucho más grandes que los otros miembros de su especie.

Rápidamente, la prensa empezó a hablar de cómo con estos experimentos estábamos jugando a ser Dios, manipulando la vida desde una fría habitación de un laboratorio. No es de extrañar que con las continuas noticias, la alarma pública se encendiera. El miedo acerca de qué ocurriría si manipuláramos del mismo modo los óvulos humanos para que nacieran personas con atributos especiales e incluso rasgos de otros animales empezó a expandirse.

Como si de un reflejo de la sociedad actual se tratara, la desinformación hizo que olvidáramos la luz de estos avances y que nos centráramos solo en su lado oscuro. Y es que la ingeniería genética abría también la puerta a la lucha contra las enfermedades humanas, pues nos daba las herramientas para detectar mutaciones genéticas que alteraban la fisiología de la persona y que derivaban en patologías que, muchas veces, eran graves.

Y es en este momento que regresamos al Instituto Roslin, pues centraron su voluntad en progresar en la ingeniería genética en el tratamiento de la fibrosis quística. Una enfermedad genética y hereditaria que afecta a la fisiología de los pulmones por acumulación de mucosidades y que es potencialmente mortal. Y sin que exista cura, la esperanza de vida es de 30, 40 o, en algunos casos, 50 años.

En esa época, descubrimos que la fibrosis quística se desarrolla por una mutación en el gen CFTR, un gen que en condiciones normales codifica para proteínas que regulando el paso de iones cloro a través de las membranas celulares, hacen que las mucosidades sean ligeras y resbalizadas. Por desgracia, cualquiera de las más de 1.500 posibles mutaciones en este gen puede derivar en una deficiencia del mismo, cosa que provocará la aparición de la fibrosis quística.

Parecía que su etiología era demasiado compleja como para diseñar un abordaje terapeútico, pero los científicos del Instituto Roslin se dieron cuenta de algo. Había una proteína, la alfa-1-antitripsina, que protegiendo a los pulmones y al hígado, podía ayudar a controlar los síntomas de esta enfermedad. La proteína era sintetizada en nuestro cuerpo, pero no en cantidades suficientes como para que los pacientes de fibrosis quística pudieran experimentar mejorías.

Y fue entonces cuando una idea brillante apareció en el equipo. A través de la ingeniería genética, iban a criar a animales genéticamente modificados para usarlos como fábricas vivas de fármacos. Querían conseguir que alguna especie de mamífero, al haber modificado su genoma, produjera una leche cargada con la proteína que necesitaban. Y como ordeñar ratas no era muy viable, optaron por un animal al que también tenían un acceso rápido. Las ovejas.

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La alfa-1-antitripsina y la oveja Tracy

Bruce Whitelaw era un joven genetista que fue contratado en el instituto para ayudar al equipo a idear una estrategia para lograr este proceso de ingeniería genética. Él estaba convencido de que tomando el gen humano productor de la alfa-1-antitripsina e introduciéndolo en el núcleo de un óvulo de oveja fecundado que posteriormente introducirían en una el vientre de una oveja podían conseguirlo.

Si la cría nacía hembra, esperaban que al llegar a la madurez reproductiva, produjera la proteína en su leche, que purificarían para conseguir un extracto de alfa-1-antitripsina. Sobre el papel, todo era muy sencillo. Pero cuando juegas a ser Dios, no existen las cosas simples. Primero, debían asegurarse de que el gen humano se pudiera integrarse correctamente en el genoma de la oveja; algo que ya de por sí era complejo.

Pero es que después, llegaba el proceso de la microinyección pronuclear, en el que el ADN es inyectado en el cigoto fertilizado, algo que requería de mucha paciencia y de mucho pulso, pues debía realizarse mirando a través de un microscopio e introduciendo una pipeta con un diámetro como el de un pelo humano en un óvulo.

Por suerte, contaban con Bill Ritchie, el científico que llevó a cabo estos procesos manuales y consiguió realizar con éxito la inyección de ADN en el cigoto. Esperaban que a medida que este empezara a dividirse, el gen humano se integrara con el genoma de la oveja. Pero el trabajo era muy frustrante.

Pocas veces la integración era adecuada y cuando las ovejas nacían y eran hombras, o producían poca o nada de la proteína que querían. Pero no bajaron los brazos. Persistieron y en 1990, lo consiguieron. Una oveja, de nombre Tracy, producía la leche tal y como lo necesitaban. Tracy producía 35 gramos de alfa-1-antitripsina en 1 litro de leche.

Los científicos de Roslin habían demostrado que era posible convertir a los animales en fábricas de medicamentos. Pero como es obvio, los activistas de los derechos de los animales se alzaron contra lo que estaba ocurriendo en Roslin, que con el nacimiento de Tracy habían empezado a ser conocidos en todo el mundo. Su uso de los animales y de las metodologías para lograr la producción de proteína fueron duramente criticados.

Tal fue la gravedad de la situación que, pese a los comunicados donde afirmaban que todas las investigaciones estaban enfocadas en el tratamiento de enfermedades genéticas, tanto Roslin como otro laboratorio de investigación animal fueron asaltados por grupos radicales que intentaron quemar las instalaciones.

Pero aun así, no se detuvieron. El único problema que vieron era que solo había una Tracy y que el método para crearla era muy ineficiente. Estaban inyectando un gen en un embrión a la espera de que fuera asimilado por el genoma de la oveja, sabiendo que la integración solo ocurría correctamente cada entre 1.000 y 2.000 veces que lo intentaban. No podían seguir por este camino. Y fue en ese momento que la idea de la clonación se puso sobre la mesa.

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1996: El nacimiento de Dolly y la nueva era de la clonación

Ian Wilmut, embriólogo británico, fue designado como líder de un experimento que iba a tumbar las fronteras de la genética y de la ciencia. El científico afirmaba que la forma más rápida y eficiente de llenar un campo de ovejas productoras de la proteína que necesitaba no era criarlas, sino generar copias idénticas de los ejemplares útiles.

Wilmut estaba sumergiéndose en un controvertido campo de la biología que se estaba considerando como un arte oscuro en el que desde hacía décadas ya habíamos dado los primeros pasos. La clonación ya se había realizado. En los años 60, científicos de Oxford clonaron ranas albinas, genetistas chinos clonaron una carpa y un equipo danés incluso clonó una oveja, siendo así el primer mamífero clonado.

Pero hasta ese momento, todas las clonaciones se habían hecho a partir de embriones en etapas muy primigenias de su desarrollo. Wilmut quería ir muchísimo más allá. Quería hacer algo que jamás se había conseguido y que se consideraba imposible: crear clones a partir de células adultas, de un individuo ya desarrollado en su plenitud.

Y en esta aventura, iba a necesitar la ayuda de los mejores. Y fue así como contactó con un joven biólogo celular inglés llamado Keith Campbell, quien era ya considerado como uno de los mayores expertos en clonación del mundo. Era el año 1996. Y ambos científicos empezaron a trabajar en el experimento que nos llevaría hasta Dolly.

Campbell estaba convencido de que podían lograr lo imposible. En lugar de usar solo células de un embrión, afirmaba que podían clonar una oveja con cualquier célula adulta. Esto iba en contra de todos los fundamentos que teníamos, pues pensábamos que una vez una célula se había diferenciado y especializado, no había vuelta atrás, no podíamos reiniciarla. Pero Campbell creía que podía reprogramar las células.

Para ello, extrajo células mamarias de ovejas hembras e indujo, poniéndolas en un medio prácticamente sin nutrientes, que entraran en un estado de quiescencia celular, una fase fisiológica en la que la célula se encuentra en un estado vegtativo, sin dividirse pero preparando su material genético para especializarse en otra función o en otro tipo celular. Era lo más cerca que una célula podía encontrarse de su reprogramación.

En este estado quiescente, las células pasaban a manos del ya mencionado Bill Ritchie y de Karen Walker, una embrióloga británica. Pero el procedimiento no era como el que nos había llevado a conseguir a Tracy. La técnica de ahora era muy distinta. Los científicos tenían que desarrollar una transferencia nuclear, retirando el núcleo de un óvulo de oveja y reemplazándolo por una de las células de Campbell en estado de quiescencia a la espera de que una vez fusionado, el embrión se desarrollara.

Pero evidentemente, el proceso era muy complejo. A cada paso, muchos embriones se perdían y cuando por fin lograban una implantación en el útero de una oveja, no había embarazo. Pero justo cuando estaban a punto de rendirse, en el intento número 277 y después de tres meses de trabajo sin descanso, todo cambió. Era marzo del año 1996 y, por fin, una ecografía estaba revelando que una de las ovejas estaba embarazada.

El equipo no podía creerlo. Día a día y minuto a minuto comprobaban que la gestación se desarrollara correctamente. Y el 5 de julio de 1996, llegó el día que marcaría el punto de inflexión en la historia de la ciencia. La oveja, que en su útero portaba al experimento 6LL3, se puso de parto. Y tras unos instantes que se hicieron eternos, ahí estaba. La cría de oveja. El primer mamífero clonado con una técnica que parecía imposible. Una vez más, la ciencia había pasado por encima de la ficción.

Y fue entonces cuando, en honor a la cantante Dolly Parton, la oveja fue bautizada como Dolly. Una oveja de la raza Dorset Horn que había nacido del vientre de una oveja escocesa de cara negra. El instituto Roslin sabía que habían logrado algo que, si bien podía abrir una nueva era en la biología, también iba a despertar una enorme controversia y a hacer surgir unas preguntas cuyas respuestas, tal vez, no queríamos encontrar. Así, decidieron mantener en secreto el nacimiento de Dolly.

Pero finalmente, el 27 de febrero de 1997, la historia de la clonación fue publicada en Nature, momento en el que se reveló al mundo el nacimiento de la oveja Dolly. La prensa explotó y medios de comunicación de todo el mundo se desplazaron al hasta aquel entonces desconocido Instituto Roslin para conseguir imágenes de Dolly y testimonios de los científicos que la habían creado. Su nacimiento fue uno de los eventos mediáticos más relevantes de los años noventa, pues para el público era romper los límites de la ciencia ficción y para la comunidad científica, la puerta a una era que escondía un lado oscuro en el que no todos estaban dispuestos a sumergirse.

Era cambiar el dogma de la vida. Habían demostrado que de individuos adultos podíamos generar clones. No es de extrañar que muchos pusieran en duda que todo esto fuera real, afirmando que todo era una mentira de los científicos. El dilema explotó, la prensa empezó a expandir el miedo acerca de las posibilidades de la clonación y los sectores más conservadores criticaban cómo la ciencia podía jugar con la vida y la muerte de una forma tan fría. El nacimiento de Dolly tuvo un impacto inmediato en todo el mundo.

Un año después, en Roslin crearon a Polly y sus dos hermanas, que eran clones igual que Dolly. En esta ocasión, los clones habían sido modificados para producir la leche rica en las proteínas que estaban buscando. Y aunque finalmente estos ensayos quedaron en nada porque la producción comercial no era factible, fue una gran noticia para el mundo de la Medicina. Pero nadie le interesó. Todas las miradas seguían puestas en Dolly, que incluso dio a luz a una cría, demostrando así que los clones podían ser fértiles.

Por ello, cuando el 14 de febrero de 2003 fruto de una enfermedad pulmonar, Dolly fue eutanasiada, todo el mundo lloró su muerte. La oveja había fallecido a los seis años de edad, la mitad de la esperanza de vida de las ovejas de su raza. Y por su relevancia para la historia, actualmente Dolly se encuentra disecada en el Museo Nacional de Escocia para jamás olvidar lo que significó para la ciencia y como un reflejo del legado que, para bien y para mal, dejó en el mundo.

La clonación, aquello que hasta ese momento era fantasía y ciencia ficción, de repente era una realidad. Y con Dolly surgió la pregunta de qué significaba todo esto para la clonación humana. ¿Cómo de sencillo podía ser para alguien aplicar este método para clonar a personas? Nos estábamos metiendo de lleno en uno de los debates más controvertidos de la historia de la ciencia.

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La clonación humana: ¿realidad o ficción?

Era el año 1997. El torbellino mediático generado por el nacimiento de Dolly obliga a la UNESCO a convocar una reunión en París donde un comité de expertos gubernamentales elaboró una declaración sobre el genoma humano que llevó a la publicación, el 11 de noviembre de 1997, de la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos de la UNESCO.

En este documento, aprobado por unanimidad por las delegaciones nacionales presentes en el acto, en el artículo 11 se prohibía la clonación reproductiva en personas, considerando que dicha clonación era un atentado contra la dignidad humana. Antes de que hubiera oportunidad, la posibilidad de clonar a una persona fue eliminada por completo del panorama científico.

Desde Dolly, hemos clonado gatos, ciervos, caballos, ratas, conejos e incluso primates, pero jamás un ser humano. Aunque no es lo mismo clonar individuos que clonar células. La clonación terapéutica es aquella que busca producir células madre embrionarias compatibles con el cuerpo de la persona para, en pacientes con enfermedades que afecten a ciertos tejidos, hacer crecer tejido sano que sustituya a estos órganos dañados.

Esta clonación de células embrionarias tiene una finalidad claramente clínica y su ética no es cuestionada prácticamente por nadie. Y aunque todavía no está del todo claro que el riesgo de rechazo sea significativamente menor, que hay formas más sencillas de crear células pluripotentes y que esta clonación terapéutica es un tratamiento individualizado en un mundo donde las compañías farmacéuticas prefieren tratamientos estandarizados, no estamos jugando tanto con las leyes de la naturaleza.

Pero es que una cosa es clonar células; otra muy distinta es permitir que los embriones se desarrollen hasta convertirse en individuos que respiran, viven y sienten. Aquí ya nos estamos sumergiendo en las artes oscuras de la clonación. Y estamos hablando de la clonación reproductiva. Crear una copia de un ser como hicimos con Dolly, pero con una persona.

El proceso de transferencia nuclear necesario para esta clonación reproductiva es más sencillo en algunas especies que en otras. Es simple en gatos y ratones; difícil en perros y ratas; y extremadamente difícil en humanos. Y es que en el interior de nuestras células, las proteínas esenciales para la división celular están muy cerca del núcleo, por lo que su extracción implica también que se arrastren dichas proteínas, haciendo que el proceso sea mucho más difícil de completarse.

¿Pero significa esto que es imposible? Tal vez en tiempos de Dolly, sí, pero desde hace unos diez años, disponemos de la tecnología para hacerlo. Pero que podamos hacerlo, no significa que debamos hacerlo. No existe ni una sola razón clínica para clonar humanos. La sociedad está en contra y la comunidad científica, también.

Solo podría ayudar en casos donde los padres no pudieran producir sus propios óvulos y esperma o si fueran portadores de una enfermedad genética recesiva, en cuyo caso podríamos ver la clonación reproductiva como una herramienta para garantizar el derecho a tener hijos. Pero más allá de esto, la clonación no encierra más que oscuridad.

Clonar humanos no sería como lo vemos en las películas. Clonar humanos sería peligroso. Muchos embarazos terminarían en abortos y gran parte de los bebés nacerían con malformaciones e incluso morirían al poco tiempo de nacer. Y sin entrar en debates de por qué estos riesgos los corremos con los animales con los que hemos experimentado la clonación, hay demasiados peligros inherentes al proceso.

Y aquellos niños que nacieran de un proceso de clonación, lo harían con un reloj biológico muy avanzado. Y es que al proceder de la transferencia de un núcleo de una célula adulta que ya ha pasado por muchas divisiones, los telómeros de los cromosomas estarían acortados. Estas estructuras dan estabilidad a los cromosomas, pero se reducen con cada división. Y este acortamiento de los telómeros es lo que hace que nuestras células y, por tanto, nosotros, envejezcamaos. Para el clon, sería como empezar la vida con las células de un adulto y envejecer más deprisa que aquellas personas que estuvieran a su alrededor.

¿Qué pensarían los clones de ellos mismos? ¿Se sentirían como seres humanos o como productos artificiales? ¿Se verían inferiores a las personas que han nacido de forma natural? ¿Cómo sería nuestra autoconsciencia si supiéramos que somos el resultado de un experimento de laboratorio? Si nos clonáramos, ¿cómo sería ver a una copia de nosotros mismos no exacta porque la expresión de los genes depende del ambiente pero sí casi idéntica? Son muchas las preguntas existenciales que abre la clonación humana.

En un mundo donde la clonación se extendiera, la gente querría los genes de personas inteligentes y atractivas, creando así un mercado de ADN que convertiría a los bebés en productos y donde, en nombre de la eugenesia y de esta enfermiza voluntad de perfeccionar la especie humana, traficaríamos con material genético y la vida dejaría de ser un milagro para convertirse en un negocio.

Habiendo tumbado las fronteras entre la vida y la muerte, intentaríamos crear copias de familiares fallecidos, usando sus genes para generar un clon que cubra el vacío que ha dejado, sin pensar en que estamos trayendo a la vida a una persona cuyo único objetivo será reemplazar a un ser querido que nos ha dejado. Pero tan solo será un reflejo. No será la misma persona. Y esto derrumbará al clon y a la persona que haya cruzado los límites de la muerte para resucitar a alguien a quien amaba, ya sea un hijo perdido, un padre, una madre o una pareja.

Quién nos dice que, en este mundo, sabiendo que pueden conseguirse generaciones de clones partiendo de un mismo sujeto, no crearíamos una sociedad de clones producida únicamente para ejercer como mano de obra. ¿Daríamos los mismos derechos a los clones? ¿Repetiríamos esos capítulos oscuros de la historia de la humanidad donde hemos cometido atrocidades contra comunidades que considerábamos como inferiores?

Quién nos dice que no aparecerían empresas que ofrecieran a las personas ricas la posibilidad de clonarse para así disponer de clones que, encerrados en las instalaciones, servirían como reservorios de órganos y tejidos para que, en caso de que se necesite, puedan realizarse trasplantes. Estaríamos creando seres humanos cuyo único objetivo en la vida sería, llegado el día, dar partes de su cuerpo a aquella persona que puso la semilla para su nacimiento.

Quién nos dice que no existiría toda una trata de mujeres que serían obligadas a ser vientres de alquiler para la gestación de estos clones, creando en países subdesarrollados granjas de mujeres que una y otra vez son fecundadas artificialmente para dar a luz a individuos fruto de una clonación. Granjas de clonación como con la que empezábamos esta historia.

Todo empezó con Dolly. Marcó un punto de inflexión en la ciencia y, sobre todo, en la ética de la ciencia. Es cierto que el legado que nos dejó despejó el camino a una nueva era de progresos científicos y tecnológicos que nos han ayudado a comprender las bases de la vida y a avanzar hacia un presente y un futuro prometedor en el mundo de la Medicina.

Pero por encima de todo, por encima de todas las luces y sombras de la clonación, Dolly nos dejó una lección. El verdadero legado de Dolly fue el de demostrarnos que no todo lo que puede hacerse, debe hacerse. Que hay puertas que nunca deben abrirse. Que hay momentos donde debemos silenciar esa inherente necesidad de jugar con la naturaleza para así no atentar contra los cimientos más elementales de la vida. Y que como dijo Galileo Galilei, el fin de la ciencia no es abrir la puerta al saber eterno, sino poner límite al error eterno. Y es por ello que nunca debemos olvidarnos de su legado.

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