¿Qué es la Indefensión Aprendida?

La indefensión aprendida es un fenómeno psicológico que hace referencia a aquella persona que ha aprendido a comportarse pasivamente por la sensación subjetiva e irreal de que no es capaz de hacer algo.

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La conducta humana queda definida como el conjunto de acciones que determinar nuestra manera de comportarnos ante una situación concreta y ante la vida en general, siendo aquella realidad de nuestro ser que, emergiendo de una combinación de nuestra forma de pensar y de cómo expresamos nuestras ideas en contextos específicos, engloba todo aquello que desarrollamos cuando estamos despiertos.

Evidentemente, el estudio de la conducta ha sido uno de los campos más interesantes para el mundo de la Psicología, siendo así capaces de diferenciar muchos tipos de conductas, en especial diferenciando entre la innata, aquella forma de comportamiento basada en el puro instinto, y la adquirida, aquella que se aprende y se va moldeando con la experiencia.

Y en el contexto de esta conducta adquirida, existe un fenómeno psicológico muy interesante que explica cómo es posible que aprendamos a comportarnos pasivamente, teniendo una sensación subjetiva e irreal de que no tenemos la capacidad de hacer algo que, en realidad, sí que podemos hacer. Estamos hablando de la indefensión aprendida.

Y en el artículo de hoy, de la mano de las más prestigiosas publicaciones científicas, vamos a indagar en las bases psicológicas de esta indefensión aprendida al tiempo que descubriremos la historia detrás del polémico experimento que, en el año 1967, desarrolló Martin Seligman que llevó al nacimiento del concepto en cuestión. Empecemos.

Indefensión aprendida: ¿en qué consiste este fenómeno psicológico?

La indefensión aprendida es un fenómeno psicológico a través del cual una persona aprende a comportarse de forma pasiva por la sensación subjetiva e irreal de que es incapaz de hacer algo. También conocido como impotencia aprendida, es un término que aquel a aquella condición de un humano o animal que ha “aprendido” a ser pasivo.

Así, la indefensión aprendida nos lleva a tener la sensación de no poder hacer nada para cambiar una situación, por lo que no respondemos ante situaciones que nos generan dolor físico o emocional pese a que existen oportunidades reales de cambiar dicha situación. Nos lleva a no evitar situaciones desagradables por la creencia aprendida de que no somos capaces de revertirlas.

Podemos entender la impotencia aprendida como aquel estado psicológico en el que, a través de un proceso de aprendizaje, la persona empieza a sentir que no puede modificar alguna situación aversiva mediante un cambio en su conducta. Es decir, hemos “aprendido” subjetiva e idealmente que nuestros comportamientos o actos no van a influir en el resultado de la situación, por lo que adoptamos una posición de pasividad para con la misma.

El mero hecho de creer que los actos no modificarán el resultado nos lleva a evitar las situaciones o no enfrentarnos a las mismas pese a que tengamos posibilidades más que reales de superarlas. Todo esto genera un sentimiento de falta de control sobre nuestra vida, pues nos sentimos inútiles y creemos que todos los esfuerzos que realicemos no van a servir para nada.

La indefensión aprendida es aquello que nos empuja a asumir que la responsabilidad del daño es nuestra y que no podemos hacer nada para cambiar o mejorar el problema. De este modo, cuando alguien “cae” en esta indefensión aprendida, se suele mostrar un déficit motivacional, emocional y cognitivo.

Respectivamente, persona empieza a mostrar un retraso en la iniciación de respuestas voluntarias hasta que, más o menos deprisa, estas incluso dejan de existir (déficit motivacional); a experimentar una serie de desórdenes psicológicos con sintomatología propia del estrés, la ansiedad e incluso la depresión (déficit emocional); y a desarrollar profundas dificultades para encontrar soluciones a problemas que, visto desde fuera, tienen una sencilla solución (déficit cognitivo).

Cuando existe esta afectación integral, la persona desarrolla la indefensión aprendida. Y, como es obvio, al estar ligada a un aprendizaje, no basta con tomar la decisión de romper este ciclo negativo, sino que esta conducta debe “desaprenderse”, un camino en el cual será necesaria la ayuda de un psicoterapeuta, que cuenta con los conocimientos y herramientas para reestructuras pensamientos y emociones.

Ahora bien, como cualquier otro fenómeno psicológico, existe una historia detrás de su formulación. Y, por desgracia, esta se encuentra en una de las manchas oscuras de la historia de la Psicología, pues el concepto se desarrolló en 1967 a raíz de unos experimentos conducidos por el psicólogo Martin Seligman que, a día de hoy, serían impensables por el maltrato animal que esconde. Descubramos su historia.

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Los ensayos de Seligman: ¿cómo se descubrió la indefensión aprendida?

Era el año 1967. Martin Seligman, psicólogo y escritor estadounidense con especial interés por las bases psicológicas de la depresión, quería comprender por qué algunas personas tenían esta tendencia que hemos comentado a comentarse de forma pasiva pese a que tuvieran opciones reales de cambiar la situación aversiva que estaban viviendo.

Quería comprender si realmente esta subjetiva e irreal sensación de percepción era un estado psicológico que podía adquirirse, es decir, aprenderse. Y para estudiar dicho fenómeno y comprender su origen, por desgracia realizó, en la universidad de Pensilvania, un horrible experimento que iba a fundamentarse en el maltrato animal. Iba a probar con ellos su teoría sobre dicha indefensión aprendida.

Tres grupos de perros participaron en el experimento, que se dividió en dos partes. En la primera parte del ensayo, al grupo 1 de perros, que era simplemente el control, solo se les puso un arnés durante un tiempo y luego fueron soltados. Nada más. Pero con los grupos 2 y 3, la cosa fue distinta.

A los perros del grupo 2, estando amarrados, se les empezó a dar descargas eléctricas, pero tenían a su alcance una palanca que, si la presionaban, podían hacer que las descargas pararan. Y a los perros del grupo 3, se les hizo exactamente lo mismo. Pero en su caso, la palanca no funcionaba. No podían detener, de ninguna forma, las descargas eléctricas. Para ellos, ser electrocutados se convirtió en algo inevitable.

Y es así como se llegó a la segunda parte del experimento, aquella en la que Seligman iba a encontrar los resultados que quería. Todos los perros fueron llevados a una habitación donde había dos compartimentos separados por una pequeña barrera que los perros podían saltar sin ningún problema.

Cada perro fue puesto en uno de los compartimentos donde recibirían la descarga eléctrica. Los perros del grupo 1, que ni siquiera habían sido electrocutados en la primera parte, y los del grupo 2, que habían sido electrocutados pero eran capaces de detener las descargas apretando la palanca, rápidamente, al aprender que en el otro compartimento no recibían descargas, saltaban la barrera y se ponían a salvo.

Pero, ¿qué pasó con los perros del grupo 3, aquellos que habían aprendido que ser electrocutados era inevitable? Que no hicieron ningún intento para escapar. No intentaban saltar la pequeña barrera para ponerse a salvo. Simplemente se quedaban en el sitio, llorando mientras eran electrocutados. La indefensión aprendida era una realidad.

Martin Seligman, con este horrible ensayo, había demostrado que los animales, incluidas las personas, podemos aprender a comportarnos de forma pasiva y a no hacer nada para cambiar una situación aversiva de la cual hay posibilidades reales de escapar por esa subjetiva e irreal sensación de que, como su propio nombre indica, somos indefensos.

El psicólogo publicó sus resultados y bautizó el término de “indefensión aprendida”, que rápidamente se convertiría en un concepto clave para la Psicología y, sobre todo, en el estudio de la conducta humana. Pero no contento con ello, Seligman volvió a repetir el experimento con perros, pero ahora de una forma mucho más cruel.

En un segundo experimento ese mismo año, Seligman volvió a replicar el estudio pero ahora drogando a algunos perros con una droga que los inmovilizaba para comprobar que no había habido ninguna interferencia en el primer ensayo. Perros paralizados por una droga que eran incapaces de moverse cuando recibían descargas eléctricas.

Uno de los experimentos más horribles de la historia que, sí, demostró la indefensión aprendida, pero a un precio que jamás deberíamos haber estado dispuestos a pagar. Y es que aquí se abre, de nuevo, el debate acerca de si estos experimentos psicológicos que se realizaron especialmente a mediados del siglo XX en un contexto social muy diferente son justificables o no.

Otros experimentos como el experimento de la cárcel de Stanford, el experimento del pequeño Albert, el experimento de los primates de Harlow, el experimento de Milgram, el experimento de los ojos, el experimento Monstruo (tienes acceso a todos ellos en nuestro portal, donde explicamos la historia detrás de cada uno de ellos), fueron terribles ensayos psicológicos que, sí, aportaron conocimiento a la ciencia, pero cruzaron todos los límites de la ética.

¿Pueden defenderse estos experimentos? ¿Vale la pena pagar precios tan altos a favor del progreso científico? ¿Dónde tiene que poner los límites de la ética? Que cada lector encuentre su propia respuesta, pues es un dilema que no tiene una única solución. Nosotros solo hemos contado la historia. Pero sí que querríamos terminar con una cita de Galileo Galilei, el padre de la ciencia moderna, que dijo que “El fin de la ciencia no es abrir la puerta al saber eterno, sino poner límite al error eterno”.

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