El Experimento de Milgram: ¿hasta dónde llega la obediencia a la autoridad?

El experimento de Milgram fue un estudio desarrollado en 1961 por el psicólogo Stanley Milgram para demostrar que, por obediencia ciega a unas autoridades malvadas, las personas pueden cometer actos de crueldad.

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Como dijo Galileo Galilei, padre de la ciencia moderna al desarrollar en el siglo XVII el método científico, dijo una vez que “El fin de la ciencia no es abrir la puerta al saber eterno, sino poner límite al error eterno”. Y es curioso ver cómo esta cita del astrónomo, físico y matemático italiano no ha hecho más que mostrarse como una de las grandes verdades del mundo científico.

Hoy tenemos muy claro que no todo lo que puede hacerse, debe hacerse. Así, actualmente, los comités de bioética se encargan de que todos los estudios científicos vayan acorde a unos valores éticos y morales que deben ser respetados absolutamente siempre. La ética pone límites a la ciencia. Pero hubo una vez, no tanto tiempo atrás, en el que esto no era así.

Especialmente a lo largo del siglo XX y movidos por una enfermiza necesidad de desentrañar los misterios de la naturaleza humana, la ciencia fue artífice de algunos experimentos que pasaron todos los límites. Y fue especialmente en el campo de la Psicología donde los más famosos y crueles estudios se realizaron.

Y uno de los más célebres, tanto por su contexto como por el desarrollo del experimento en sí, así como de la relevancia de los resultados obtenidos, fue el el experimento de Milgram, un estudio que pretendía averiguar por qué las personas, movidas por una obediencia ciega a unas autoridades malvadas, podemos llegar a cometer actos de crueldad.

Los Juicios de Núremberg y la obediencia a la autoridad

Años 60. Han pasado quince años desde el final de la Segunda Guerra Mundial y de los famosos juicios de Núremberg, unos procesos judiciales emprendidos por las naciones aliadas para juzgar a los dirigentes, funcionarios y colaboradores del régimen nacionalsocialista de Adolf Hitler por crímenes contra la humanidad durante el periodo del Tercer Reich entre 1939 y 1945. Hubo un total de 24 acusados y el tribunal dicto 12 condenadas a muerte, 7 penas de prisión y 3 absoluciones.

Pero, evidentemente, no todos las figuras del nazismo pudieron ser atrapadas. Quince años después, los criminales de guerra del holocausto nazi siguen siendo perseguidos. Y uno de los más buscados era Adolf Eichmann, uno de los principales organizadores del holocausto y responsable directo del genocidio de la población judía europea y de los transportes de deportados a los campos de concentración.

Eichmann, junto a miles de administrativos y militares del régimen, fue el responsable del exterminio de los judíos en los campos de concentración, detallando minuciosamente el plan de lo que, en el Tercer Reich, se conocía como “la solución final”. Él debía ser juzgado en Núremberg, con un destino que pasaba por la pena de muerte.

Pero con el final de la guerra y la victoria aliada, Eichmann, después de huir del campo de detención estadounidense donde estaba retenido, consiguió huir a Argentina, donde, tras llegar el 15 de julio de 1950, se cambió el nombre a Ricardo Clement y logró permanecer escondido durante casi diez años. Pero es imposible esconderse para siempre.

Así, el 20 de mayo de 1960, el Mossad, una de las agencias de inteligencia de Israel y una de las mejores del mundo, dio con él. Eichmann fue trasladado a Israel y fue juzgado en Jerusalén por crímenes contra la población judía y contra la humanidad. El juicio terminó con su condena a muerte, siendo ahorcado el 1 de junio de 1962.

Pero durante este juicio, al otro lado del mundo, en Connecticut, Estados Unidos, un psicólogo, obsesionado por las bases psicológicas de la obediencia humana, empezó a reflexionar sobre lo que estaba viendo en este tan mediático juicio. Este psicólogo era Stanley Milgram.

Milgram, psicólogo estadounidense de la Universidad de Yale, estaba convencido de que era totalmente imposible que millones de alemanes fueran cómplices del Holocausto nazi y de que miles de ellos participaran, por voluntad propia y activamente, en las atrocidades que se cometieron. Creía que solo la obediencia ciega a unas autoridades malvadas podía hacer que personas normales fueran crueles.

¿Y si Eichmann y todos los otros dirigentes del Holocausto solo estuvieran siguiendo órdenes por obediencia ciega a la autoridad? ¿Y si estos participantes del régimen fueran también cómplices como la población alemana? ¿Dónde termina la maldad pura y consciente y empieza la ciega obediencia a unas autoridades malvadas? Estas preguntas obsesionaron a Milgram, que quería probar que, en efecto, personas buenas pueden cometer actos deleznables por obediencia a la autoridad. No podía ser que tantos alemanes fueran malas personas. Tenía que haber detrás un fenómeno psicológico y social mucho más profundo.

Pero para demostrar su teoría, tuvo que diseñar un estudio psicológico. Y fue así como, en julio de 1961, diseñó un experimento que, como tantos otros durante esa época, cruzaría todos los límites de la moralidad y de la ética. El psicólogo acaba de idear el famoso Experimento de Milgram. Sumerjámonos en su historia.

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¿Qué ocurrió en el experimento de la obediencia de Milgram?

Stanley Milgram y su equipo pusieron un anuncio en una parada de autobús donde se reclamaban voluntarios de entre 20 y 50 años para, a cambio de cuatro dólares, participar en, como ellos decían, un estudio de la memoria y del aprendizaje. Pero, evidentemente, esto era falso. La primera indicación de que el experimento no iba a valorar, en ningún momento, la ética.

El ensayo estaba formado por tres sujetos: experimentador, alumno y maestro. El experimentador era un investigador de la universidad y compañero de Milgram. El alumno, un actor y cómplice del experimentador que se hacía pasar por participante. Y el maestro, que era la figura clave, era el participante que, a cambio de cuatro dólares, iba a ser sometido a una prueba tremendamente cruel.

En teoría, el maestro tenía que enseñar al alumno a mejorar su memoria. Pero de una forma que, hoy en día, sería impensable. Maestro y alumno fueron enviados a habitaciones distintas. Cuando estaba en su sala, el experimentador dijo al maestro que debía hacer un test al alumno y que cada vez que este diera una respuesta errónea, debía apretar un botón.

Un botón que, se le dijo, enviaría una descarga eléctrica al alumno que, si bien empezaría con 15 voltios, se iría incrementando por cada respuesta incorrecta hasta los 450 voltios, una descarga eléctrica superior a la que da una pistola eléctrica. Evidentemente, todo esto era falso. Pero ahí entraba en juego el alumno, que era, recordemos, un actor.

El maestro, el conejillo de indias, estaba seguro de que iba a dar descargas eléctricas al alumno. Y aunque fueran personas sin ningún historial violento, habían recibido una orden firma de apretar ese botón cuando debían. Y, como podemos intuir, cumplieron con las instrucciones. Cada vez que el alumno fallaba, apretaban el botón.

El actor se quejaba, pero ellos seguían. A partir de aproximadamente el nivel de los 70 voltios y con varias preguntas ya falladas, el alumno empezaba a mostrar claras señales de dolor. El maestro se mostraba incómodo. Pero cuando se giraba para decirle al experimentador que no deseaba continuar, este utilizaba expresiones como “el experimento requiere que usted continúe”, “continúe, por favor” o “usted no tiene opción, debe continuar”.

Y ante estas órdenes, los maestros seguían. Continuaban apretando ese botón que sabían que cada vez estaba infringiendo más dolor en ese alumno que estaba al otro lado de la sala. Oían los gritos de dolor. Y pese a ser conscientes del sufrimiento que estaban generando, continuaban. De hecho, más de la mitad de los participantes llegaron a la descarga de 450 voltios. De haber sido real, casi todos los maestros habrían matado a sus alumnos. Simplemente por obedecer órdenes.

Milgram publicó los resultados del experimento en 1963, llegando a la siguiente conclusión que citamos textualmente: “La extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del estudio”. El psicólogo llegó a la conclusión que estaba buscando. Pero, ¿a qué precio? No es de extrañar que sea uno de los experimentos psicológicos más controvertidos de todos los tiempos.

El experimento de Milgram nos demostró que el peso de la autoridad nos puede llevar a cometer actos de maldad que, en condiciones normales y sin la presión que ejerce sobre nosotros una figura autoritaria a la que nos sentimos obligados a obedecer aunque no exista una obligación formal para ello, jamás cometeríamos.

Así, comprendimos que la obediencia a la autoridad puede llevar a buenas personas a ser cómplices e incluso figuras activas de actos crueles por órdenes de unas autoridades que sí que son malvadas, explicando así por qué tantos alemanes permitieron que las atrocidades del Holocausto nazi tuvieran lugar.

Pero, de nuevo, se abre el debate sobre si exponer a esas personas a una situación tan cruel puede justificarse teniendo en cuenta los avances en lo que a comprensión de conducta humana se refiere. ¿Puede defenderse el experimento de Milgram? Que cada uno saque sus propias conclusiones y que cada lector se sienta libre de resolver este interesante dilema ético. Nosotros simplemente hemos contado la historia. La historia de una de las manchas negras del mundo de la Psicología.

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