El Experimento Monstruo: ¿se puede inducir la tartamudez?

El experimento Monstruo fue un polémico estudio realizado en 1939 por el psicólogo Wendell Johnson en el que se intentó que unos huérfanos se hicieran tartamudos para así comprender las bases de este trastorno.

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La ciencia nos ha permitido evolucionar y nos ha otorgado las herramientas para progresar como lo hemos hecho hasta encontrarnos donde estamos. Pero, sin lugar a dudas, la lección más importante que hemos aprendido es la de que no todo lo que puede hacerse, debe hacerse. La ética debe ponerle límites a la ciencia. Y hoy en día, los comités de bioética se encargan de que todas las prácticas científicas vayan acorde a unos valores éticos y morales que deben respetarse siempre.

Ya lo dijo Galileo Galilei, físico, matemático y astrónomo italiano que, en el siglo XVII, se convirtió en el padre de la ciencia moderna gracias a su desarrollo del método científico. Y es que una de sus citas más célebres es la siguiente: “El fin de la ciencia no es abrir la puerta al saber eterno, sino poner límite al error eterno”. Pero aunque tras 400 años nos hayamos acercado mucho a esta afirmación, hubo un tiempo en el que nos equivocamos. Hubo un tiempo en el que la ciencia no tuvo límites.

En nombre de la ciencia y movidos por una enfermiza necesidad de desentrañar los misterios de la mente humana, el mundo científico, y en especial el de la Psicología, fue artífice de unos experimentos que, si bien tuvieron sus aportaciones, rompieron con todos los principios éticos, cuya realización a día de hoy sería totalmente impensable.

Son muchos los experimentos psicológicos que han pasado a la historia por su crueldad, pero de entre todos, hay uno que destaca. Uno cuyo nombre ya nos indica que representa una de las manchas más oscuras de la historia de la Psicología. Estamos hablando del famoso experimento Monstruo, un estudio conducido en los años 30 que tenía el objetivo de hacer que unos huérfanos se hicieran tartamudos para así estudiar las bases de este trastorno. Sumerjámonos en su historia.

La tartamudez: ¿un trastorno neurológico o un comportamiento aprendido?

Antes de profundizar en la historia del experimento, debemos ponernos en contexto y hablar de la tartamudez. Conocida técnicamente como disfemia, la tartamudez es un trastorno del habla en el que las palabras articuladas se repiten o duran más tiempo de lo normal. Se estima que el 1% de la población mundial sufre este trastorno de manera más o menos severa.

Así pues, se trata de un trastorno que no afecta a la comprensión ni al uso del lenguaje (de ahí que se hable de trastorno del habla y no de trastorno del lenguaje), pero sí que provoca una falta de fluidez más o menos grave al comunicarnos, pues los sonidos y sílabas de las palabras se interrumpen, bloquean y repiten mientras hablamos.

La tartamudez es frecuente en niños pequeños que todavía están desarrollando sus capacidades del lenguaje y no son capaces de seguir el ritmo de lo que quieren decir, superando este trastorno a medida que crecen. Pero hay veces en las que la tartamudez se cronifica (en un 25% de los casos, aproximadamente) y persiste hasta la edad adulta, siendo así un trastorno que, por su impacto en las relaciones con otras personas, puede mermar la autoestima.

Las causas detrás de la tartamudez siguen sin estar claras del todo, cosa que hace sospechar que su aparición se debe a la compleja interacción entre distintos factores entre los que destacan la propia genética (tiende a ser hereditaria) y las anomalías en el control del motor del habla. Así, parece ser que hay diferencias en el cerebro de las personas que tartamudean, muy ligado a la genética. Esto es lo que se conoce como la tartamudez del desarrollo, la forma más común.

Pero también tenemos la tartamudez neurogénica, aquella que se desarrolla en personas que no tienen anomalías genéticas que la expliquen pero que sufren un trauma cerebral o un accidente cerebrovascular en el que, debido a la lesión, el cerebro pasa a tener dificultades para coordinar las regiones involucradas en el habla.

Pero que hoy conozcamos relativamente bien las bases clínicas de la tartamudez no significa que siempre haya sido así. De hecho, tiempo atrás, la tartamudez fue un trastorno que despertó la curiosidad del mundo de la Psicología, pues existía la teoría de que no se trataba de un trastorno de origen cerebral (como sabemos hoy que es), sino de un comportamiento aprendido. Y fue en este contexto, para encontrar una respuesta, que a finales de los años 30 se perpetró uno de los más crueles experimentos psicológicos de todos los tiempos. El experimento Monstruo de Johnson.

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El Estudio Monstruo de Wendell Johnson sobre la tartamudez: ¿qué ocurrió?

Era otoño del año 1938. Wendell Johnson, psicólogo, actor y autor estadounidense, que había dedicado gran parte de su vida a la investigación acerca del origen de la tartamudez, empieza a pensar en cómo podía comprender sus bases fisiológicas. Así, la idea de realizar un experimento sobre la tartamudez empezó a circular por su mente.

Él creía que la tartamudez, este trastorno del habla que causa interrupciones al hablar, no se debía a un problema en los mecanismos neuronales o en el cerebro (es decir, que no tenía un origen en una anomalía neurológica), sino que se trataba de un comportamiento aprendido. Como él mismo decía, el tartamudeo no comenzaba en la boca del niño, sino en el oído de los padres.

Johnson estaba convencido de que si le decías a un niño que tartamudeaba, este lo haría toda su vida. Y si se trataba de un comportamiento aprendido, podía desaprenderse y prevenirse. Pero, por desgracia, el psicólogo no encontró bibliografía que respaldara su hipótesis. Tenía que ser él mismo el que la demostrara.

Y fue en este contexto que diseñó un experimento que sería conducido por Mary Tudor, una estudiante de posgrado de Psicología Clínica, y supervisado por el propio Johnson. Un experimento que más tarde sería conocido como “El experimento Monstruo”. Y, como es evidente, no recibe este nombre de casualidad. La Universidad de Iowa, donde Johnson ejercía como profesor, tenía un convenio con un orfanato en Davenport. Y como podemos intuir, ahora es cuando las cosas comienzan a volverse oscuras.

Era el 17 de enero de 1939. Mary Tudor, quien se encargaría de desarrollar el experimento, se desplaza al Hogar de Huérfanos de Soldados y Marineros de Iowa, un orfanato que se erigió como refugio para los hijos e hijas de los hombres muertos en la Guerra Civil estadounidense. Y aquel año, en pleno apogeo de la Gran Depresión, albergaba a más de 600 huérfanos.

Johnson, apoyado por el convenio con su universidad, tenía carta blanca. El psicólogo había encontrado un lugar perfecto para dar con sus conejillos de indias. Decenas de niños sin familias que no podrían denunciar lo que el psicólogo tenía preparado.

Una vez ahí, Mary Tudor seleccionó a 22 huérfanos de entre 5 y 15 años. Diez de ellos habían sido seleccionados porque los profesores del orfanato le habían indicado que tartamudeaban. Y los otros doce eran niños sin ningún problema de tartamudeo ni otro trastorno del habla. Al menos, de momento.

Mary trabajó primero con el grupo de los diez niños tartamudos, dividiéndolos en dos grupos. El grupo A fue expuesto a un modelo positivo donde, pese a que claramente tartamudeaban, se les día que no eran tartamudos, que hablaban bien. El grupo B, por su parte, fue expuesto a un modelo negativo donde se les decía que, efectivamente, hablaban tan mal como la gente decía.

Posteriormente, trabajó con el grupo de los doce niños no tartamudos, dividiéndolos, de nuevo, en dos grupos. El grupo A fue expuesto a un modelo positivo, donde eran alabados por lo bien que hablaban. Pero el grupo B, y es aquí cuando empieza la verdadera crueldad del experimento, fue expuesto a un modelo negativo. A niños que hablaban perfectamente, se les decía constantemente que su habla no era normal, que estaban empezando a tartamudear, que tenían que corregir el problema y que lo mejor era que no hablaran con otros niños ni con los maestros, pues estaban haciendo el ridículo.

Durante los cinco meses que duró el experimento, muchos de estos niños que no tartamudeaban pero que fueron expuestos a un modelo negativo se negaron a hablar a hablar y desarrollaron un miedo profundo a las relaciones sociales, mostrando tendencia al aislamiento. No solo desarrollaron problemas en el habla, sino fobia social y una absoluta pérdida de autoestima que arrastraron toda la vida.

Wendell Johnson tenía las pruebas que quería. Pero cuando Mary Tudor le explicó las consecuencias que el experimento había tenido en los huérfanos (una niña llegó a fugarse), el psicólogo decidió esconder el estudio y no hacerlo público porque sabía la polémica que generaría. Johnson ocultó todas las pruebas para que nadie pudiera demostrar lo que había ocurrido en ese orfanato.

Pero muchos años después, con Johnson ya fallecido (murió en 1965), el caso dio un vuelco en el año 2001, cuando Jim Dyer, periodista estadounidense, investigando el caso, encontró el estudio del psicólogo y lo hizo público. Se abrió un caso contra la Universidad de Iowa que culminó con la indemnización de los huérfanos que habían participado en el experimento y que pudieron ser localizados.

Siete de los veintidós recibieron un total de 1,2 millones de dólares por las cicatrices emocionales y psicológicas derivadas del experimento. Pero no hay dinero en el mundo que pueda compensar lo que aquellos huérfanos tuvieron que vivir. Un experimento que nos demuestra el lado más oscuro de la Psicología.

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